Querido lector, mi nombre es María Isabel, tengo 24 años y así como el nombre de este escrito lo indica les contaré acerca de mis peripecias en el transporte público en la Ciudad de Panamá.
Nací en Honduras, pero llevo 15 años viviendo en Panamá, es decir, más de la mitad de mi vida. Cuando llegué a este país no existía el metrobús y lo único que había para trasladarte de un sitio a otro eran los populares diablos rojos (que muchos ni eran rojos) y las chivitas. Por cosas de la vida mi historia con el transporte se remonta al 2008, cuando mi familia y yo nos mudamos a la barriada El Lago, en Las Cumbres, decisión que mi mamá pensó mucho porque para trasladarme hasta mi escuela, Doctor Belisario Porras, en San Francisco, debía recorrer una distancia considerable e igual el tiempo de viaje, pues en esa época la barriada no contaba con transporte interno. Esto impactó mi día a día: tenía que levantarme a las 2:00 a. m. para poder salir de la casa a las 2:50 a. m. en compañía de mi papá en busca de una chivita que nos trasladara hasta San Miguelito. La poca iluminación de la barriada nos provocaba mucho temor de ser asaltados; llegaba a la escuela a las 6:30 a. m. Por fortuna, mis padres deciden que era mejor mudarnos, y la historia cambió un poco.
Tiempo después comienzan a salir de circulación los diablos rojos, ya que el presidente Martinelli implementa la modalidad de transporte Metrobús, medio que ya no utilizo gracias a la entrada en funcionamiento del Metro de Panamá. Mi historia con el transporte público es emotiva, y la puedo definir como de amor y odio, un sentimiento agridulce que comienza todas las mañanas a las 5:30, cuando abordo mi primer tren desde San Antonio, y digo primero porque debo combinar dos líneas de metro haciendo transbordo para llegar a mi oficina en Obarrio. Utilizo el metro diariamente para incrementar mi economía. Pocas veces encuentro asiento y cuando lo logro veo a personas de edad avanzada y me remuerde la conciencia, así que decido con mucho orgullo levantarme y decir lo siguiente: “Señora, por favor, tome mi asiento”, palabras que son casi impronunciables por lo cansada que puedo estar en ese momento, pero por más cansada que esté siempre que veo a alguien de edad avanzada o a embarazadas, les cedo mi asiento.
Cuando voy en el metro veo algunas fallas en el sistema, desde que pongo un pie en la estación me pasa algo, lo más frecuente es ser ‘aplastada’ por una estampida de personas desesperadas por entrar y alcanzar un asiento, hasta ir amontonada como en aquellos diablos rojos de antaño, que por la multitud y el aire acondicionado del vagón poco se siente. ¿Pueden imaginarse la desesperación y los olores que emanan en esta situación? Pero siempre recuerdo algo, ver el lado positivo de la vida, y digo positivo porque si no existiera el metro me tocaría tomar otro transporte que con seguridad sería abismalmente menos agradable. Por momentos, mientras realizo mi recorrido diario me pongo a pensar en las personas con salario mínimo, en cómo hacen para que les alcance, mensualmente gasto en transporte 120 dólares desglosados de la siguiente forma: 40.00 para transporte en metro y 80.00 para transporte en taxi. Como ven, es una locura lo que gastamos en transporte sin contar que para economizar camino alrededor de 10 minutos de la estación del metro hasta mi trabajo.
Mis vivencias en el transporte público van cuesta abajo y sin freno, y el transporte selectivo (taxis) no es la excepción. Es como una montaña rusa de emociones y digo de emociones porque siempre me pasa algo, desde el típico “no voy” (que gracias a Uber ha mermado un poco), hasta montarme en un taxi y ser arrollada ¡sí, arrollada! Difícil de narrar y muchos pensarán que es una historia ficticia, pero lo que estoy a punto de contar es una anécdota de la vida real: Un buen día, mi hermana me pide acompañarla al salón de belleza, en Los Pueblos, para agilizar nuestra llegada ella pide un Indriver. Esperamos algunos minutos y vemos llegar el carro, que era un taxi, así que procedimos a subirnos, recuerdo que era un señor de unos 60 años, mi hermana aborda el auto y yo, delicadamente, subo una pierna para montarme dejando abajo la otra, cuando estoy a punto de completar mi ingreso al carro el conductor arranca pasándome la llanta en el pie que me quedaba abajo y yo empiezo a pegarle al techo del carro para que él parara. Iba como en caballito, mi hermana no podía pronunciar palabra, ya que claramente estaba afectada, y no por mí, sino por el ataque de risa que le había causado la escena. El hombre -al percatarse- frena y yo queriéndome meter al carro, el hombre pisa el acelerador para atrás y me pisa de nuevo el pie, he decidido pensar que le ganaron los nervios. Al final logro montarme al taxi, veo a mi hermana llorando de la risa, al señor apenado conmigo y me quedo pensando si habría sido error mío por entrar lentamente al auto o habría sido culpa del señor por no esperar que las dos estuviésemos claramente sentadas, pienso que estas situaciones le pueden acontecer a cualquiera. Haciendo recuento de los daños, solo tuve magullones y algo de inflamación en el pie. Mis historias en el transporte público (¡y no público!) son de nunca acabar y espero -más adelante- poder contarles otras.
Duabitad más que arquitectura y diseño
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